domingo, 24 de abril de 2011

Disertaciones temporales en torno a Salvador Elizondo sobre la superficie de un espacio incierto

Salvador Elizondo es el maestro del espiral, del espacio en forma de caracol. El círculo no redondo que es su obra, asciende en espirales. El mareo lingüístico y anecdótico, el mareo del hecho escrito y del acto de la lectura nos lleva al vértigo provocado por el fin de sus historias. Siempre caemos boca abajo con Elizondo, y con él nunca tenemos tiempo para meter las manos.

Elizondo es un embustero magnífico. Nos engaña con el tiempo y con el espacio. Nos engaña con el narrador y con los personajes. Nos engaña hábilmente con el lenguaje. El tú y el yo se confunden en un ir y venir del tiempo que siempre está en fuga. La incertidumbre del hecho es un sabor que acompaña toda la narración. Nos dejamos embaucar por un hilo que corre con infinidad de nudos y retrocesos. Elizondo nos seduce con palabras para después darnos la mordida maestra y dejarnos asombrados, adoloridos, en silencio. Lo peor del caso es que siempre, después de ese dolor, deseamos otra mordida más fuerte.

La literatura de Elizondo exige una lectura cubista y un lector con muy buena memoria.

La reiteración proteiforme es un canon elizondiano que nos sitúa en la eternidad del tiempo. Sometidos a un eterno déjà vu (¿o debiera decir déjà lu?), quienes leemos a Elizondo no podemos resistir el deseo de revivir el recuerdo de las líneas anteriores. Conforme avanzamos en la lectura, queremos regresar al principio de ella para explicarnos cómo ha entretejido los hechos. A medida que regresamos, queremos recordar el avance antes hecho: También entramos en el juego de la memoria.

Me pregunto si ese Elizondo no estará riéndose de nosotros desde la comodidad de su cama.

Hay una invocación al discurso esquizofrénico en Elizondo. Las fragmentaciones del hecho escinden el lenguaje. La identidad de sus personajes está en constante inventiva. A nosotros sólo nos queda la conjetura.

Elizondo introduce un nuevo tipo de narrador: El narrador dentro del personaje que sale de él y no es el personaje. El narrador esquizofrénico.

Salvador Elizondo practica el ejercicio de escribir que escribe, y que él mismo es escrito mientras escribe. Eso es un hecho. El problema es que revive esa angustiante sensación que provoca el despertar de un sueño dentro de otro sueño igual de terrible. Eso es un temor.

Una cadena inteligente de actos semejantes se teje con Elizondo. Las intersecciones fragmentadas de los eslabones en el espacio-tiempo construyen una abstracción del instante, del hecho mínimo. Aunado a esta estructura se haya un movimiento espiraloide que se despliega y repliega sobre sí mismo para obligarnos siempre a una acción: el retorno; y con él, paradójicamente, se da la huida.

Elizondo conoce su técnica y su juego; conoce su intención final. Entonces siempre va antes que el lector quien, ingenuo, plantea hipótesis sobre la naturaleza real de los acontecimientos. Cuando pensamos que hemos descubierto una o varias de las posibles soluciones al enredo espacio-temporal, Elizondo nos las escribe en boca del narrador. Es un autor que se ha adelantado a su tiempo... Reitero. Elizondo nos escribe lo que vamos conjeturando sobre su obra. Sólo descubrimos la solución del juego y su artimaña hasta el final. Es un autor que se ha adelantado al tiempo del lector.

¿Pero en manos de quién hemos dejado nuestro tiempo para leer? ¡Ah, bueno! Es Elizondo. Siempre hay tiempo para él.

El tiempo aparece inaprehensible en la vida cotidiana. Gracias a Elizondo, la fuga temporal se nos regala aletargada, en cámara lenta, y con ello podemos tener la ilusión momentánea de que conseguimos dominar esa dimensión volátil. Es así como el transcurso del segundo se vuelve eterno, en pocas palabras.

Con Elizondo se construye la certeza del hecho en un tiempo hipotético. El tiempo del modo subjuntivo es siempre una realidad en su obra. El modo indicativo se torna incierto, y con él deviene la constante duda. Elizondo no entiende cuestiones de Gramática.

La mirada cobra gran importancia en la literatura cubista. El juego de perspectivas se encierra en un laberinto de espejos que Elizondo maneja a la perfección. La inquietud que surge es que, como lectores, nos situamos en el transcurso certero de un tiempo inmóvil.

El juego de la reiteración, de la saturación angustiante de un mismo hecho, nos condena a la constatación de la eternidad del tiempo. Con Elizondo perdemos la noción de pasado y presente, y nos queda la memoria de los hechos por sí solos, sin orden. Después que se ha aprovechado de nuestra confusión, el escritor nos regresa cordura y conciencia espacio-temporal en un abrir y cerrar de boca.

Debo confesar que Elizondo me marea. Me ahoga en un enorme encierro sin fin. Su imaginación neurótica y genial se convierte en una intrincada autopersecución. La única imagen que acude a mi mente es una colección de matrushkas gigantescas, esos juguetes típicos rusos que encierran una muñeca tras otra y que al final ocultan una pequeñísima, réplica de las anteriores. La cuestión es que el juego también se vuelve neurosis. Uno quisiera que esa última muñeca también se abriera hasta terminar con una infinitesimal. Pero el juego termina con una pieza íntegra, sólida y bien armada, tal como la obra de Elizondo, que me marea.